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Lisboa, el secreto mejor guardado de Europa

Elegante, suntuosa, orgullosa pero hospitalaria, amable y melancólica, la capital portuguesa es una de las bellezas del Viejo Continente que no merece quedar afuera de ningún viaje.

El trabajo me llevó a Lisboa, una atractiva incógnita. ¿Cómo es esa ciudad antigua que no está iluminada por los grandes focos del turismo mundial? Justamente no era un viaje de placer, pero sin embargo había tiempo libre y clima apacible, que invitaba a abandonar la comodidad del hotel.
Leyendo, con posterioridad, descubrí que quienes más conocen Lisboa recomiendan que se la descubra así, a pie, caminándola lentamente, degustándola. Y Lisboa sorprende y enamora, mostrándose tiernamente, cándidamente.
Las leyendas cuentan que fue el mismísimo Ulises quien en sus recorridos interminables fundó Lisboa. La historiografía disiente: los primeros rastros hablan de una colonia fenicia. Posteriormente fue el turno de los romanos (que la denominaron Olíssipo), alanos, suevos y visigodos. El primer momento de gran expansión llegó con la ocupación de los musulmanes -que la rebautizaron como Al-Ushbuna-, que se extendió por casi 500 años.

En 1147, Alfonso I Enriques, primer rey portugués, expulsó a los moros, pero no fue sino hasta 1256 cuando Lisboa se convirtió en capital.

EL BAIXO.

Pero cuando ese martes soleado salí caminando del hotel por la avenida Duarte Pacheco, no conocía tanto del pasado de Lisboa. Sólo tenía mi curiosidad y un agradable presentimiento. Mis pasos me condujeron a la primera sorpresa debido al tamaño del Parque Eduardo VII, rematado por la plaza Marqués de Pombal. Desde la cima de este coqueto jardín en declive, se empieza a reconocer a la verdadera Lisboa: cálida y hermosa y en el fondo el horizonte acuoso del río Tajo.
A partir de la plaza, la espaciosa Avenida Liberdade me fue sumergiendo en el corazón de Lisboa. Primero se llega a la plaza de los Restauradores, y de inmediato a la de Don Pedro IV, corazón del barrio Rossio.
Tras el terremoto de 1755 que acabó con la ciudad, se trazó y levantó un nuevo centro, el barrio Baixo, con un prolijo cuadriculado, con calles que recuerdan los diferentes oficios y artesanos de la ciudad, y una pléyade de edificios neoclásicos y neomoriscos.
En la plaza de Don Pedro IV, además de su monumento, se destaca el Teatro Nacional Doña María II.
La Rua Augusta conduce a la plaza del Comercio, a la vera misma del río. Verdadero símbolo de la ciudad, durante muchísimos años era el punto de llegada de reyes y embajadores de visita. En medio del espacio se encuentra la estatua ecuestre de José I, erigida en 1775.
En el punto mismo de encuentro entre la Rua Augusta y la plaza está emplazado el monumental arco del triunfo levantado en homenaje a la tenacidad de Lisboa, al erigirse sobre sus propias ruinas tras el terremoto. El arco está integrado por un reloj, varias figuras y estatuas. Se puede distinguir entre ellas a Vasco da Gama y al mismísimo marqués de Pombal.

LA BOHEMIA.
Ahora bien, llegado a este punto, me sentía fascinado. Lisboa se había desnudado ante mis ojos brindándome una sobredosis de belleza, pero había más, y lo sabía. La amabilidad de los lisboetas hizo que mi itinerario se fuera ampliando con sugerencias de puntos imperdibles. Mirando la ciudad con la orilla del Tajo a mis espaldas, a la izquierda del Baixo (al oeste), se encuentran los barrios Alto y Estrela, y más allá, más alejado, Belém. Y a la derecha (este), el célebre Alfama.
Decidí ir al Alto primero, sólo para poder utilizar el Elevador Santa Justa. La obra data de principios de siglo y con sus dos ascensores (cuya capacidad es de 25 pasajeros), salva los 32 m. que separan el barrio Alto del Baixo. Tras abandonar el elevador, a unas pocas cuadras se encuentra uno de los establecimientos culturales centrales de la ciudad: el Museo Nacional de Arte Antiguo. Montado sobre un palacio del siglo XVII, cuenta en total con más de 60 salas que acomodan la colección nacional que combina arte europeo, pintura y escultura portuguesas, cerámica lusa y china, arte asiático y africano, y artes decorativas.
Tras un origen relacionado a familias pudientes que migraron desde el barrio de Alfama, el Alto comenzó a poblarse de bares y prostíbulos. Desde hace unos años, esos locales fueron reemplazados por pequeños restoranes y pubs que le brindan al área una renovada vida nocturna y bohemia.

RECUERDOS DE LA GLORIA.

Hubo un tiempo en que Lisboa no fue sólo la capital de Portugal, sino de un vasto imperio, con posesiones en América, África y Asia. En su rol de metrópolis, de ombligo del mundo luso-parlante, la ciudad creció y se embelleció. Y si algún distrito retrata esa época de oro, no cabe duda de que ese es Belém. Es el barrio más occidental de la ciudad y se encuentra, casi, en la desembocadura misma del Tajo. Específicamente frente a esa costa era donde anclaban las carabelas que provenían de esas colonias tan lejanas como lucrativas. Esa época de esplendor coincidió con el reinado de Manuel I, monarca que supo aprovecharse de esa abundancia de recursos para embellecer la ciudad. Tanto, que acuñó su propio estilo arquitectónico: el manuelino. Una de las obras más acabadas, brillantes y fascinantes de Lisboa es la iglesia y el monasterio de los Jerónimos.
El conjunto combina el claustro en sí, donde residían los monjes de la orden de San Jerónimo, y la iglesia de Santa María. Allí se encuentran varias tumbas: los restos mortales de Manuel I reposan junto a los de su esposa, Doña María. También los de su hijo y sucesor, João III y su mujer, Doña Catarina. Y la lista se completa con el propio Vasco da Gama, el rey Sebastián (bisnieto de Manuel) y Luis de Camões, considerado padre de las letras portuguesas. En 1985, otra figura célebre se agregó al panteón: el escritor Fernando Pessoa.
Belém es sede, además, de numerosos museos como el de Arte Popular, el de la Marina, y los nacionales de Arqueología y de Coches.
El barrio se completa con la Torre de Belém, otro legado de Manuel I: una fortificación marina destinada a defender la costa.

EL CASTELO.

Como otras ciudades europeas (Roma, por citar rápidamente un ejemplo), Lisboa no está asentada sobre un terreno llano, sino más bien sobre un conjunto de colinas. En realidad, originalmente nació al pie de una elevación, la que está coronada con el Castillo de San Jorge. La fortificación, que desde lo alto sigue custodiando a la ciudad, era la puerta de entrada ideal al barrio que me quedaba por conocer: Alfama.
La hospitalidad lisboeta me dio nuevamente la pista: podía utilizar el servicio de bus. Concretamente, la línea amarilla me condujo a la puerta misma de la fortaleza.
Tras atravesar el pórtico se va subiendo por rampas y escalinatas hasta llegar sobre las mismísimas murallas desde donde se accede a la panorámica más espectacular de Lisboa.
El castillo fue residencia real y mostró su valía como puesto defensivo durante las invasiones castellanas de 1356, 1383 y 1384.
Como Palacio Real, la fortaleza se convirtió en el escenario de al menos dos hechos históricos imborrables para Portugal. Allí, en sus salones, fue recibido como un héroe el explorador Vasco da Gama tras regresar de India, a fines del siglo XV. También en el castillo, en una velada memorable del siglo XVI, se estrenó el “Monólogo do Vaqueiro”, pieza de Gil Vicente, considerada como la primera obra de teatro portuguesa de la historia.
Durante el siglo XVIII la familia real portuguesa dispuso su mudanza hacia aposentos más confortables. La fortaleza medieval se transformó en simples cuarteles militares y fue singularmente castigada por el terremoto de 1755, sumiendo a las instalaciones en una notable degradación.
Parte del castillo está derruido, de él sólo hay ruinas. Tal es el caso, por ejemplo, de la capilla real. Pero por otra parte, se conserva envidiablemente bien el Castelejo, una especie de ciudadela.

LA LISBOA MEDIEVAL.
Levantado en torno a la fortaleza, Alfama está compuesto de pequeñas calles estrechas y sinuosas. En realidad, el barrio es heredero de la tradición medieval de Lisboa. Alí se ubicaban originalmente las familias de comerciantes acaudalados que, ante cualquier problema de seguridad, podían acudir rápidamente a refugiarse en el Castelo. Posteriormente, cuando el feudalismo le dio paso a la consolidación de los estados nacionales la defensa pasó a realizarse en la frontera, y la burguesía acomodada lisboeta emigró de Alfama hacia sitios como el Alto, donde podían construirse nuevos palacetes más amplios.
En este barrio se encuentra uno de los templos religiosos más antiguos de Lisboa. Se trata de la catedral de Sé, mandada a construir por el rey Alfonso I, en 1150. El monarca, como un gesto político, dispuso la edificación del templo sobre una añeja mezquita de los moros.
El tiempo se agotó y una caminata sin rumbo me llevó nuevamente a la Avenida Liberdade, donde culminé la visita tomando un café en uno de sus numerosos y acogedores bares. Al día siguiente debí volver al trabajo, pero lo hice con la satisfacción de haber descubierto un secreto maravilloso y de llevarme para siempre las imágenes y sensaciones de una Lisboa imperecedera.

”TODO ES FADO”

Las luces se apagaron y tras los aplausos apareció ella. Estaba vestida de manera elegante, aunque no ampulosa. Sonrió, dio las gracias y comenzó a cantar. Y entonces la música comenzó a brotar en torno a Mariza. Y se extendió por el local como una bruma, y comenzaron a invadirme aromas de mar y de azahares, emociones y recuerdos... estaba escuchando fado. Siglos de historias de marinos, de viajes, de amores tiernos y trágicos a la vez envuelven al fado, cuyo término quiere decir “destino”. Cualquier viaje a Lisboa está incompleto si uno no pudo sumergirse en uno de los pequeños bares y restoranes del barrio Alfama a escuchar a una fadista.

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